Nunca la tuve. Desde pequeña he compartido mis espacios. Y así fui feliz. Tanto que a veces pensé que era parte de mi naturaleza femenina. Así fue mi mamá, así fueron mis abuelas, mujeres que viven para otros y que nunca se permitirían una vida egoísta “solo” para ser felices. Fui hija, hermana, novia, alumna, ciudadana, esposa y madre viviendo para otros.
Pero me pasó que se llenó mi espacio de tanta gente, de tantas cosas, que no me quedó ni un rinconcito para leer. Fue cuando me di cuenta que no tengo una habitación propia, un lugar para estar conmigo misma. Le he dado las llaves de mi cuarto a otros y he permitido a los estándares sociales instalarse en el espacio que debió ser solo mío. Así crecí y así era lo “normal”.
Hoy he empezado a vaciar cada metro de mi habitación sacando lo innecesario, recuperando metro a metro el lugar que me pertenece. Me ha costado trabajo, peleas, malas caras, dinero y lágrimas, muchas lágrimas; sobretodo, me ha tocado desbancar mis paradigmas de patriarcalismo que se habían pegado como moho a mis paredes.
Lucho cada día y en ocasiones me doy por vencida y creo que nunca terminaré, sentada como una niña en medio de estas cuatro paredes me pongo a llorar, sueño con el día que la habitación será mía solo mía. Ese día abriré puertas y ventanas para ser libre. Una mujer libre.