Habitación propia,  Mónica

Un inexistente amor

Ella quería compartir con él el resto de su vida; aunque él era solo un sueño. Así empezó su inexistente relación.

Algunos podrían haberle llamado loca, pero nadie se atrevió. Todos merecemos un ser al cual le parezcamos maravillosos, unas lágrimas que broten de ojos que nos extrañan, que exista una criatura que, aunque lejana, no nos olvide. Y, ¿en dónde está escrito que ese alguien tiene que estar en el plano material? Se conoce tan poco de lo que concibe nuestro cerebro que nadie puede asegurar que lo imaginado no tiene sentimientos, y que por tanto, no es capaz de amar.

Él era un ser extraño y mágico, salido de sus más profundos anhelos. Era todo lo que ella soñaba y más. Estaba enamorada, no había duda. Aunque ni ella sabía exactamente de quien, pero eso no importaba, ella era feliz. La felicidad era manifiesta en su rostro cuando se imaginaba que, con él, caminaba por el campo, admirando la majestuosidad del atardecer. O, cuando él se le presentaba como una romántica melodía; que ella bailaba, con ojos cerrados, en la sala de su casa. Si alguien se hubiera acercado y preguntado con quién y qué bailaba, ella no habría podido responder; pero sí asegurar que con él compartía esa frágil burbuja llamada vida.

Pero, insisto, quién podría atreverse a decirle que no tenía derecho a aferrarse a lo que no es y jamás será. Que solo se puede soñar con lo posible. Quién, acaso, puede asegurar que no existen otras realidades, diversas dimensiones, mundos inmersos en otros mundos, y que ella no tenía derecho a sumergirse en esas posibilidades para encontrar allí el amor.

Podrían haberle llamado loca, pero nadie se atrevió. Y aunque lo dijeran, ella no habría escuchado. Ella era feliz; o al menos, eso aseguró su madre en el funeral, al describir sus mejillas sonrojadas y su suave suspiro antes de partir, después de vivir el último año en un coma inducido.

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